La pachanga como concepto


La Real Academia de la Lengua Española lo define, en su tercera acepción, como “partido informal de fútbol, baloncesto u otros deportes”, pero lo cierto es que en el concepto de pachanga cabe todo un universo. Un universo que tiende al infinito, ya que los límites no suelen estar muy definidos. En la arena de la playa, la posesión del balón se disputará incluso cuando las olas lo alcanzan, generando momentos de hilaridad y felicidad basados en la más pura de las simplezas. En el verdor de un prado, un chut algo más fuerte de lo normal podrá desembocar en la siempre estimulante aventura de unir a los dos equipos en la misión de rescatar el esférico del río al que ha ido a parar. Un universo en el que los jugadores construyen las porterías, cuyos guardianes serán rotatorios, con sus manos —para levantar un montículo de arena, para situar un jersey a cada lado—, miden la longitud de las mismas con sus pies y se utiliza la palabra “alta” como medida de casi todas las cosas que no valen. Como no hay árbitro, cualquiera puede utilizarla. Y tampoco dará lugar a mucho debate, ya que en una pachanga no hay tiempo que perder. Es una acción espontánea, de jugar por jugar. Se quiere ganar, pero lo principal es disfrutar. Una pachanga es volver a la infancia y recuperar palabras como “segada”.
Una pachanga es, también, un idioma común. Un esperanto oficioso. Así lo demuestra el periodista y cooperante Ric Fernández en Distrito pachanga (Libros del K.O.), el libro en el que recoge su singular recorrido por varios países de complicadas realidades en los que el fútbol improvisado le sirvió para conectar con las personas. En Hanói alguien le dijo que no se podía jugar al fútbol con todo el mundo y ese fue el comienzo de un trayecto en el que el autor demuestra que eso no es cierto. Bosnia, Irán o Líbano serán algunas de las paradas en el camino en las que la pelota hará de hilo conductor. O en las que tal vez sea solo una excusa para, durante unos minutos, olvidarse de todo lo que hay alrededor.
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