Las ruinas de Alepo tratan de acostumbrarse a una nueva Siria tras 14 años de guerra civil

Las ruinas de Alepo tratan de acostumbrarse a una nueva Siria tras 14 años de guerra civil

La ciudad siria de Alepo se despierta estos días entre anonadada y dichosa, como un enfermo tras un periodo en coma. Muchos habitantes aún están procesando lo ocurrido tras la caída del dictador Bachar el Asad, en un escenario en el que se entremezclan la vida, que ha recobrado el bullicio de siempre, y las horribles cicatrices de la guerra. A diferencia de Damasco, la capital, la provincia de Alepo es una de las partes del país que más ha sufrido los estragos de casi 14 años de guerra, pues sus barrios y ciudades han cambiado de manos constantemente entre el régimen, los rebeldes apoyados por Turquía, facciones islamistas y milicias kurdas.

Decenas de personas cruzan cada hora el paso fronterizo de Bab al Salameh, entre Turquía y Siria. Si en los primeros días los refugiados que volvían a su país lo hacían prácticamente sin nada —apenas una mochila o una maleta—; ahora, muchos acarrean todo lo que pueden: muebles, colchones, grandes sacos cargados con lo que fueron sus vidas en Turquía. Regresan a casa.

El otro lado de la frontera es un guirigay de camiones de todo tipo: cargan cemento, pienso, gasolina. Siria aún depende del exterior para casi todo y, en esta zona, interconectada con el gran vecino del norte desde hace año porque está bajo el control de milicias rebeldes proturcas, se ve gran actividad constructora. Se levantan nuevos bloques y se preparan las obras para otros más.

Sin embargo, al enfilar el nuevo desvío hacia Alepo, por una carretera que hasta hace dos semanas cruzaban las líneas del frente, el panorama cambia por completo. El conductor pisa el acelerador como si todavía flotase sobre el aire algo siniestro. El aspecto es fantasmal a ambos lados de la carretera: poblaciones vacías, pueblos enteros arrasados, mezquitas bombardeadas. Haritan, por ejemplo, era una localidad de más de 10.000 habitantes, y sus bloques de viviendas —muchas de ellas destrozadas por los obuses, morteros y bombardeos aéreos— son edificios agujereados y sin vida, cuyo único color son las banderas del régimen que pintaron los soldados de El Asad, tras tomarla en 2019.

Más allá aparece otro pueblo, donde unos niños patean una pelota entre las calles y la vida se abre tímidamente paso. Esta localidad estaba algo más protegida de la línea del frente. Pero ha cambiado de manos. Ahora ondea a su entrada la nueva bandera revolucionaria de Siria (verde, blanca y negra); hasta hace dos semanas era la amarilla de las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), las milicias kurdas. Al acercarse a Alepo, unos bloques de hormigón donde los rebeldes han pintado —en árabe y en turco— la palabra “Bienvenidos”, la carretera hace un amplio desvío, para evitar los barrios del norte, aún en posesión de las milicias kurdas, que han apostado francotiradores para evitar que esta zona, de mayoría kurda, caiga en manos de facciones rivales. Este es un ejemplo, a pequeña escala, del conflicto que se sigue desarrollando en el norte y este del país: allí, los rebeldes apoyados por Turquía combaten con las milicias kurdas.

Carteles de El Asad quemados

Dentro de Alepo la cosa cambia: las calles vuelven a estar llenas y el tráfico es intenso. En las vallas publicitarias se mezclan carteles quemados con la efigie de El Asad, publicidad de marcas que nadie sabe si seguirán existiendo mucho más tiempo y mensajes de las nuevas autoridades. “Hijos de Alepo: vuestra liberación de las garras del régimen criminal abre una nueva era de orgullo y dignidad. Con vosotros, y por vosotros, iniciamos un largo camino para construir la Siria del futuro”, reza uno firmado por el nuevo primer ministro, el salafista Muhamad al Bashir.

“Hemos movilizado a nuestras patrullas para proteger vuestra seguridad”, afirma otro, del ministro de Interior. “Vuestras vidas, vuestro dinero, vuestro honor y vuestra dignidad están protegidos por las enseñanzas de la religión verdadera y la sharia”, afirma un tercero, del ministro de Justicia.

Bajo la imponente ciudadela de Alepo, el ambiente es de día festivo. Personas llegadas de todos los lugares ondean banderas de la revolución y se hacen selfies con el monumento medieval de fondo, entre vendedores de globos, caramelos y frutos secos, música atronadora y un hombre que ha llevado un camello para que se monten en él niños y mayores e inmortalicen la ocasión. Sabah es una de ellas: “Es la primera vez que visito la ciudadela en casi 14 años”. Y no solo eso: tampoco había podido reencontrarse hasta ahora con su padre, que se quedó tras las líneas del frente porque ella huyó a territorio bajo control de los que se habían levantado en armas contra el régimen.

Vídeo: Andrés Mourenza

Cuando se le pregunta cómo se siente, al igual que otras personas procedentes de Alepo regresadas a su ciudad, se le ilumina la cara y una sonrisa cruza su rostro: “Es como si nos hubiera vuelto el alma al cuerpo. Como si antes estuviéramos muertos y hubiéramos revivido”.

Hay también un grupo de jóvenes milicianos, prácticamente adolescentes, que han venido de “turistas”, dicen. Uno de ellos, Jalid Ibrahim, participó en la conquista de Alepo, Hama y, posteriormente, en la marcha triunfal hacia Damasco. Él mismo se sorprende de lo rápido que el ejército regular se desmoronó: “Al principio fue duro, pero después de Hama nos sorprendió incluso a nosotros. Con la ayuda de Dios los derrotamos”. Ahora sueña con convertirse en soldado del nuevo ejército que establezcan las nuevas autoridades.

Pero Alepo también es la tristeza de sus barrios en ruinas. Buena parte de la ciudad —que antes de la guerra era la más poblada del país y su capital económica— quedó arrasada por los combates entre 2012 y 2016, cuando los rebeldes fueron sitiados en los barrios del sureste, incluido su casco antiguo medieval. Fue una de las batallas más duras de la guerra civil y se calcula que murieron en ella más de 30.000 personas; dos terceras partes, civiles.

El barrio de Kallaseh fue línea del frente durante buena parte de estos años. Los bombardeos aéreos, los disparos de artillería y los infames “bombardeos de barril” ―barriles cargados de dinamita y metralla que el régimen lanzaba desde helicópteros― redujeron numerosos edificios de viviendas a escombros. Asef y Maher huyeron de allí en 2013, para refugiarse en Latakia —provincia bajo el control del régimen durante toda la guerra— y regresaron en 2016, cuando las fuerzas gubernamentales, con ayuda de milicias proiraníes y Rusia, retomaron el control de Alepo. Aún quedan en el barrio algunas pintadas en ruso que señalan en las paredes de los edificios: “Mina”, “No mina”, para indicar a sus fuerzas qué edificios eran seguros o en cuáles podía haber explosivos. “Al regresar nada era lo mismo, muchos de nuestros vecinos y parientes se habían ido a Turquía o a Europa, y no volvieron. En las casas que estaban en pie, los soldados lo habían robado todo”, afirma Asef.

En los ocho años desde que retomó el control sobre estos barrios, el Gobierno de El Asad ni siquiera se dignó a reconstruir las casas o la infraestructura dañada, que se mantienen como un signo de la destrucción de la guerra y la crueldad del régimen. Poco a poco, sin embargo, los antiguos vecinos están regresando, asegura Maher, que se muestra optimista: “Mis sobrinas, que están en Irlanda, me han preguntado cómo está la situación para volver. Yo les digo que esperen un poco, aún no hay agua, falla la electricidad e internet...”.

En el mismo barrio, Ahmet, retornado a la fuerza desde Turquía hace siete meses, es más pesimista, teme que las rencillas revivan pasada la euforia de la victoria revolucionaria: “Aquí había vecinos divididos entre los que apoyaban al régimen y a los rebeldes, incluso dentro de una misma familia”. Safi, un anciano que lo acompaña, entrecierra los ojos y musita: “Toda la esperanza está en manos de Dios. Esperemos que vaya a mejor”.