Jorge Juan Anhalzer: ‘intento ser un cronista de varias causas perdidas’
Le decían, como a sus hermanos, “pollo”. Su padre fue quien trajo, en los años 70, la marca Pollo Frito Kentucky. Trabajó allí de muy joven, aunque no le gustaba por el olor a aceite. Hasta bromea diciendo que iba a comprar comida a la competencia. Pero no sabe cuál es el secreto del sabor porque “¡Es un secreto, pues!”... Y se ríe.*
Lo que sí conoce Jorge Juan Anhalzer es el país, ya sea desde el aire, en el ultraligero ‘Zopilote’, o a ras del suelo por su trabajo fotográfico.
“Si algún día me muero y San Pedro sí ha existido, no le podré decir que soy fotógrafo. Yo me dedico a muchas cosas aparte de la fotografía. Para mí es una excusa para hacer lo que hago. Adolezco de un montón de conocimientos. Hay gente que les gusta mis fotos y me piden que les enseñe y no puedo, pues, porque no sé. Y hay otros que sí saben y que me puntualizan ciertos errores técnicos. De gana te voy a decir que soy un fotógrafo. Tengo el carné, pero no es mi actividad”.
¿Y cuál es su actividad?
Andariego, aventurero.
Déjeme dudar de que carezca de conocimientos fotográficos.
Te podría decir que yo tomo fotos con poca técnica, pero con mucho shungo. Tal vez por ahí hay un balance y por eso las fotos salen bien. Además, tomo fotos de cosas guapas, fotogénicas. Salen bien.
En su documental Llanganati, muestra un conocimiento profundo de los que le precedieron.
Es que la historia y la mitología que hay de esas cosas son una pasión.
¿Y hasta dónde llegaría con sus pasiones?
Hasta donde dé el cuerpito, ¿no? Y el intelecto, que creo que es menor que el de una hormiga, pero hasta donde dé el entendimiento.
Surca el aire con el Zopilote. ¿Cómo se lleva con los drones?
Yo también uso dron. Es diferente. Si hablamos de aventura, el dron carece de ella. No estamos trepados encima y en cierta forma está uno nervioso porque vaya a darse contra los alambres. Es otro tipo de nerviosismo. Y no tienes el placer estético de andar viendo todo, sino en una pantallita, como en la tele. Ya no es la sensación directa, pero ha abierto enormes puertas a un montón de gente para que haga cosas interesantes y lindas desde el aire. Eso va a seguir avanzando.
¿Extraña usar el rollo?
No. Yo tenía un cargo de conciencia con el rollo. Iba los lunes a los laboratorios con cinco o diez rollos para revelar. Me imaginaba la cantidad de químicos, que después iban al caño y luego al río. Me sentía pésimo. Cuando llegó lo digital fue un alivio.
Con el rollo había el misterio, la tensión de no saber lo que salió...
La enorme ventaja del rollo era que te hacías un francotirador. Aprendías a predecir qué va a pasar. Con el rollito de 36 o de 24 estabas limitado. Cuidabas tus fotos. Ahora veo que muchos jóvenes usan la cámara como una metralleta a ver si algo sale, más dependiendo de la suerte que del ojo. Yo me alegro de haber aprendido a usar un rollo porque me enseñó a observar y a predecir. Claro, hasta que reveles y que te acuerdes cómo tomaste, el aprendizaje era lentísimo.
Algunos dicen que usted tiene la capacidad de retratar el Ecuador profundo. ¿Lo cree?
No me lo han dicho directamente y me alegro que me lo digas porque sí es una pretensión mía, un intento de ser un cronista. Yo tomo fotos de muchas causas perdidas.
¿Cuáles son las causas perdidas?
Por ejemplo de las haciendas antiguas o la arquitectura vernácula que está a punto de desaparecer; del paisaje, que es también una enorme víctima del cambio climático. Ahora las carreteras hacen cicatrices en las laderas -o los cables de luz, las torres eléctricas. Inclusive en algunas cumbres hay ahora letreros. Entonces trato de rescatar la estética y el paisaje. No nos podemos quedar sin estética y sobre todo la estética nuestra, que es tan bella. Si retrato indígenas, trato de hacerlo con la mayor dignidad, porque ellos la tienen. Nunca jamás la pobreza, sino la dignidad, la elegancia.
¿Los ecuatorianos nos llevamos bien con las montañas?
No creo. Las hemos ignorado por muchísimo tiempo. En mi juventud era raro encontrar a alguien hablando español con nuestro acento en las montañas. Generalmente era un ibérico. Ahora hay muchísima gente, pero bastantes las visitan como si fueran un gimnasio. No van interesados por la historia, por la geografía, por la botánica. Van interesados en la cantidad de calorías que consumen, las pulsaciones del corazón o el tiempo que consumieron en llegar a la cumbre. No es una relación de amistad. Me apena. Están con un paisaje hermoso, pero la selfie es con el letrero porque hay que probar que se llegó ahí.
Y pensar que hace unos 30 años, el campo estaba a 5 minutos...
En el campo hay muchas cosas interesantes. Hay gente que se dedica a la botánica medicinal. De algún modo la cultura propia nuestra se mantiene mejor en el campo, como la música o la manera de hablar, usando los quichuismos.
Y se le nota el quichuismo...
Sí, y lo cultivo con orgullo porque eso es lo que nos hace ecuatorianos. Así aprendí y no tengo complejos en mantenerlo. Me he peleado con entrevistadores...
No me diga eso, si esto va bien...
No peleado, pero he tenido diferencias. Una vez en la televisión me dijeron cómo están tus bebés. Yo les dije mis guaguas. Y él insistió con bebés, pero no. Son guaguas.
Y wawa escrito con ‘W’...
No le hago caso a eso. Los intelectuales decidieron que el quichua debe alejarse del colonialismo y no debe ser escrito como suena en español, sino en un idioma semántico. Eso ha alejado al quichua del uso común porque ¿quién conoce el lenguaje semántico? Yo escribo como suena en español porque eso del colonialismo... Si todos hablamos español y calzamos zapatos, usamos pantalones. Somos una mezcla, unos más y otros menos. No está ahí el quid del asunto.
TRAYECTORIA
Aunque prefiere calificarse de otro modo, Jorge Juan Anhalzer es uno de los mejores fotógrafos del país. Vive alejado de la ciudad, en una hacienda en la parroquia Uyumbicho. Tiene además una película, de título Llanganati, en que busca el tesoro inca.
*Esta entrevista fue publicada el 30 de marzo del 2021 en la edición impresa de EL COMERCIO.
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