Mondo Duplantis salta 6,30 metros y bate otra vez su propio récord del mundo

Cinco años después de asaltar y conquistar el planeta de la pértiga con 6,17 metros, su primer récord del mundo, Armand Mondo Duplantis, de 25 años aún, lo transportó a donde nadie pensaba que podría llegar nunca, 6,30 metros, la barrera del más allá.
Lo hizo en Tokio, entre risas y chistes con sus rivales, que son sus colegas de la pértiga, una troupe que la goza en un rincón del estadio salpicado por el agua de la ría de los obstáculos y el sudor de los condenados a dar vueltas a su noria, y a llorar como El Bakkali, amargamente al caer derrotado por un neozelandés all black llamado Geordie Beamish que recuerda, bravo y audaz, a Johnny Walker. Noche cerrada y tórrida, el sudor brota hasta de las cejas, noche de oooohhhs y uuuuys de un público entregado en las gradas del Estadio Nacional.
“Estoy tan feliz que no puedo explicarlo. Estas dos últimas semanas he disfrutado mucho en Tokio. He disfrutado mucho de todo. Creo que la única manera de irme de Japón era batir el récord mundial”, dice luego el sueco. “No sé lo que me espera después de este momento, no me importa. Me limitaré a disfrutar de este momento”.
Es el 14º récord del mundo que bate el fenomenal sueco cuyo cielo no tiene límites. Y los ABBA le celebran con su Mamma Mia. Qué fiesta.
El récord, conseguido cerca de las 23 horas japonesas, cuatro horas justas después de saltar a la pista, llegó para coronar una intensa noche en el estadio en el que en 2021 se proclamó campeón olímpico por primera vez.
Para dar un sentido teatral y dramático único a la ceremonia del récord, Duplantis convocó a su alrededor a todos los mejores pertiguistas del momento, incluido el viejo Lavillenie, de 38 años, el francés al que arrebató el récord del mundo en 2020, un mes antes de la pandemia, que hace de hermano mayor el día de su despedida internacional. Y también están Kendricks, el único que le derrotó en un Mundial (2019) y Marschall. Y Karalis, por supuesto.
Hace un año, en París, cuando ganó su segundo oro olímpico, saltó 6,25m. Y con aquel salto fabuloso se pensó que había llegado a la Luna. ¿6,30m es Marte?
Nadie dirá que no. Y menos que nadie, su troupe de pertiguistas, una alegre comparsa que durante el concurso, tantas horas compartiendo los carromatos, se saludan y se visitan, se celebran y se consuelan. Una tarta de merengue de niños felices que no se desmorona ni cuando uno tras otro son eliminados en una final de una densidad insólita, con siete atletas en 5,90m o más. En 5,95m se quedan el norteamericano Sam Kendricks, el medallista de plata en París, y el australiano Kurtis Marschall, que se lleva el bronce por menor número de nulos. A los seis metros llega solo el amigo especial, el colega de toda una vida, el griego Manolo Karalis.









Su relación, más de amistad y dependencia que de rivalidad –cómo se abrazan cuando pasan una altura, cómo se lloran cuando caen-- da lugar a un desarrollo único del penúltimo acto del campeonato.
Como si fueran dos chavales un tarde en el río desafiándose a ver quién trepa a la rama más alta de un árbol, ambos renuncian a saltar 6,05m, la siguiente altura estipulada, y se lanzan a por los 6,10m. Es un regalo de Duplantis al rival, una oportunidad única para mejorar su mejor marca (6,08m) en el ambiente único de una final de un Mundial, en el escenario privilegiado de un estadio olímpico, y las teles de todo el mundo pendientes de sus menores gestos. Karalis roza mínimamente el listón, que cae pesado, y, con el mismo impulso y la misma complicidad con el campeón generoso, pide pasar a 6,15 para jugarse su segundo intento. Falla de nuevo, también con un listón llorando, y de nuevo pasa a una altura superior, 6,20m, que, como las anteriores, Duplantis supera a la primera mientras el griego, que no pierde nunca la risa contagiosa, la alegría, el placer de la diversión, se despide dando la mano a las dos docenas de jueces y voluntarios que rodean un saltadero abarrotado, con cámaras de televisión en cada rincón. Es parte del show del mejor atleta del mundo.
El juego, que encanta a los espectadores pues les ofrece la apariencia de un duelo verdadero que en realidad no se da, le obliga a Duplantis a enfrentarse al intento de récord con seis saltos en sus piernas, el doble de lo habitual en sus concursos, que cierra con tres saltos hasta alturas rondando los 6,05m, y, ya solo, pasar al centímetro deseado.
Así saltó 6,17m y 6,18m en 2020; 6,19m, 6,20m y 6,21m en 2022; 6,22m y 6,23m en 2023; 6,24m, 6,25m y 6,26m, en 2024, y hasta cuatro récords el 2025 de todos los milagros, del 6,27m al 6,30m. Hasta Tokio, el cuarto gran campeonato en el que deja la huella de un récord mundial, un récord en sí mismo también, tras el Mundial de pista cubierta de Belgrado y el de Eugene al aire libre en 2022, y tras los Juegos de París alucinantes, Duplantis era una almeja, cerrado en sí mismo, en su mundo y su mindfulness, abstraído de todo ruido y movimiento, como el 99% de los atletas que se juegan años de trabajo en los campeonatos. En Tokio, todo lo contrario. En Tokio el rincón de la pértiga, un lugar que en otras especialidades es un santuario de silencio y miradas al vacío, tenía ambiente de botellón –aunque lo más fuerte que bebieran sería el Pocari, sales y azúcar en un líquido espeso--, bromas, charlas, cotilleos, juegos de mosqueos. Duplantis ha puesto de moda la pértiga, y aunque los 100.000 dólares del récord solo sean para él, todos se benefician de su tirón que hace la pértiga imprescindible en todos los mítines.
En su primer intento sobre 6,30m, el primer uuuuuuy global, más de 60.000 gargantas deseosas del pasar a un ooooooohhh que se queda congelado en las glotis cuando la rodilla derecha del saltador, que ha superado bien el listón lo roza mínimamente en su caída. Los cinco minutos antes de su segundo intento, los pasa sentado de charla con Karalis, y también derriba, más penosamente aún pues el listón apenas rozado se queda temblando un segundo sobre sus soportes antes de caer. Un cruce de miradas con su padre, Greg, sentado en la grada, y dos gestos son todo lo que necesita para lanzarse convencido a la tercera.
“La carrera lo dice todo, todo es cuestión de velocidad. Mientras lo haga bien, sé que me saldrá bien”, explica. Y así hace: 22 pasos veloces, a la carga con la pértiga como una lanza que clava feroz a más de 10 metros por segundo de velocidad y dobla con sonido casi de cuerda de violín y un vuelo grácil, casi angelical, elevación, acrobacia sobre el listón y caída feliz, bote en la colchoneta y carrera hasta los brazos de los de su banda. “En cuanto despego, desde la transición del suelo al aire, sé si el salto va a ser válido”, dice. “Sé si he transferido suficiente energía o no va a salir bien”.
Es un prodigio, el Mozart de la pértiga, y como el genio de Salzburgo, todo lo hace riéndose, como si nada. Qué atleta tan diferente a todos los dioses del estadio. Qué alegría. Qué noche feliz.
