Un cónclave en el autobús y tres tapados
En Roma casi ya no se ven sombreros Saturno; es una pena, pero tiene un porqué. Serían las 10.30 de la mañana, y por un callejón que une la Piazza Navona con el Corso del Rinascimento aparece un cura de los de antes, de negro riguroso, con sotana impoluta y uno de esos sombreros que están a medio camino entre una pamela y un castoreño, que es el sombrero de los picadores. Aquí se les llama “sombrero Saturno de sacerdote romano” ―todo junto― y en las tiendas de confección religiosa que abundan alrededor del Panteón cuestan entre 200 y 300 euros. Este puede ser el motivo de que estén en vías de extinción; el otro es que caminar así ―hombros erguidos, gesto de pocos amigos y una mochila a la espalda con una tarjeta de pasajero frecuente de Air France— queda entre ridículo y preconciliar. Dan ganas de hacerle una foto, pero su mirada invita a pensar que la respuesta es no. Unos metros más adelante, el cura se detiene en la parada del 64 en dirección al Vaticano.
Lo que sucede a continuación es un minicónclave, con el respeto debido. El sacerdote sube al autobús y se queda de pie casi al principio, desde donde tiene una visión completa de los pasajeros. El 64 no va muy lleno, y llaman la atención tres monjas muy jóvenes, con aspecto de ser indias y un hábito entre naranja y salmón, a juego con la toca que les deja ver el pelo, y una chaqueta ligera de color negro. Una de ellas, muy estilosa, lleva un fular blanco, y al contrario que el prelado, las tres sonríen y enseguida establecen una charla con unos turistas.
El resto de los pasajeros van a lo suyo, hasta que, de pronto, se arma el lío. Tres revisores se suben en el autobús como si fueran los hombres de Harrelson, uno por cada puerta, para que nadie escape. Demuestran tener un radar parecido al del cura del sombrero Saturno, porque enseguida se dirigen a una pareja de ancianos argentinos con cara de despistados. Bingo. Tienen el billete, pero no lo han validado, así que multa al canto; 57 euros. Hay una pequeña revolución porque todo el mundo ha visto que no ha habido mala fe, pero uno de los revisores señala con su dedo al marido y le dice: “La ley es la ley, en su país y aquí también”.
Miro al cura a ver si reacciona ―si le ponen a tiro ganarse el cielo, para qué me voy a meter yo, que no tengo chance―, pero nada más lejos; el reverendo acompaña cada frase admonitoria del revisor con un movimiento afirmativo de cabeza. Es el dogma, parece decir, se empieza incumpliendo eso y se termina bendiciendo a los gais.
Al final, los argentinos se escapan por los pelos. Les ponen la multa, pero ―ante la reacción popular― no les exigen el pago inmediato. Ya en la calle, el señor pregunta: “¿Usted cree que nos llegará la multa a Buenos Aires? Vinimos con la intención de ver al papa Francisco, pero se ve que llegamos tarde”. Ella subraya: “Qué pena, con lo bueno que era aquel tipo”. Se van hacia la plaza de San Pedro con sus mochilas al hombro, huérfanos de papa y con el susto en el cuerpo.
En la plaza hay más policías y periodistas que gente particular. El último rumor ―hace mucho que los rumores se adueñaron de las noticias, aquí y en todos lados― es que de pronto emergen los nombres de tres nuevos cardenales con posibilidades de hacerse con la tiara papal. Aunque los medios italianos siguen erre que erre con que el nuevo papa será Pietro Parolin, que para eso es italiano y formal, algunos medios señalan a Cristóbal López, Ángel Fernández Artime y Pablo Virgilio David.
Da la impresión de que los días de convivencia entre cardenales, con rezo, café, copa y puro, pueden haber dado resultado. Los dos primeros citados son españoles; el tercero, filipino; y ninguno de los tres tiene pinta de usar sombrero Saturno. Al contrario. Cristóbal López, como pudo comprobar este diario en la entrevista que le hizo hace una semana, es un tipo interesante, con pinta de buena gente y sin pelos en la lengua. Tiene 72 años, es salesiano, fue misionero muchos años y ahora es arzobispo de Rabat. Una de las cosas que dijo en la entrevista fue: “Estoy avergonzado de la política migratoria de la UE y de España”. Como para no estarlo.

El otro español, Fernández Artime, tiene en contra la edad, 64 años, un chaval para el cómputo vaticano, pero a favor que conoce bien la casa. El papa Francisco lo creó cardenal en septiembre de 2023, y un año después lo nombró “pro prefecto” –como pro ministro-- del dicasterio para los institutos de vida consagrada. Eso de “pro” es un apaño que tuvieron que hacer en el Vaticano porque Francisco nombró jefa del dicasterio a una mujer, Simona Brambilla, pero como la Iglesia todavía no está homologada para que las mujeres pinten algo, tuvieron que inventarse eso de “pro” para que un hombre figure como jefe pero que en realidad no mande. Al bueno del cardenal Fernández le hacen bromas con eso, pero a él parece no importarle. Los salesianos tienen mucha calle.
El tercer tapado es el filipino Pablo Virgilio David, arzobispo de Kallookan, 66 años, y también cardenal reciente. Bergoglio, de sus viajes por el mundo, en vez de recuerdos, se traía un casting completo; luego cogía el teléfono y les nombraba cardenales. David se puede beneficiar de que el filipino que entró de papable estrella, Luis Antonio Tagle, parece que ha ido perdiendo brillo.
La primera fumata fue negra, muy negra, así que ya veremos.
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