Individualismo, móviles y fatiga social: ¿por qué las visitas inesperadas a casa están en peligro de extinción?
El sonido del telefonillo cuando no se espera que venga nadie a casa resulta, como mínimo, extraño. Sobre todo en las grandes ciudades, donde las distancias son muy amplias y el hecho de ir a ver a alguien implica cierta preparación para el desplazamiento. La casualidad del que pasaba por allí en los barrios periféricos casi siempre se descarta y los primeros pensamientos apuntan hacia la posibilidad de que se trate de un repartidor que trae un paquete o del cartero que busca que se le abra la puerta principal. Cada vez se dan menos las visitas inesperadas, aquellas de amigos, familiares o vecinos cuyo único objetivo es el de ir a casa del otro a disfrutar un rato de su compañía y después, sin más, marcharse. No se trata de quedar para verse con cierta premeditación, sino de acudir expresamente a donde no se ha sido invitado con el fin de pasar un tiempo charlando.
Ocurre mucho esto en los pequeños núcleos urbanos y las zonas rurales en las que los vecinos no solo comparten paredes y municipio, sino que, de alguna manera, también su tiempo libre. La escasez de nuevos habitantes hace que las relaciones personales con los vecinos existentes se desarrollen de una forma más profunda y no se queden en un simple hola y adiós, como ocurre en las urbes de gran tamaño. Como contraste de esta situación, las relaciones sociales que se desarrollan en los barrios de las grandes ciudades, entendiendo estos como agrupaciones de personas que se relacionan entre sí por el simple hecho de compartir espacio, están en peligro de extinción. Así lo reclaman las asociaciones vecinales que están viendo cómo se produce un masivo éxodo de población local sustituida por vecinos de paso, consumidores de apartamentos turísticos que alquilan habitaciones o pisos para pasar un corto periodo de tiempo en la ciudad. La subida del precio de los alquileres de los últimos años, sumada a la imposibilidad de ahorrar el montante suficiente para comprar una vivienda, está transformando el tejido social de las ciudades.
“El sentimiento de comunidad no necesariamente pasa por conocer a fondo a los vecinos ni inmiscuirse en sus vidas, sino en mantener buenas relaciones, lo cual implica no tener conflictos. En este caso, sí que es verdad que las grandes ciudades favorecen el individualismo, el abandono o la soledad, pero también protegen la intimidad porque evitan estar constantemente viviendo a la vista de los demás, algo que ocurre de forma recurrente en las pequeñas comunidades. Es decir, tiene lado bueno y lado malo”, señala a EL PAÍS Pedro Azara, arquitecto y profesor de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad Politécnica de Cataluña. En este sentido, no encontrarse con nadie conocido por la calle o no esperar que un vecino o amigo llame a la puerta no es necesariamente un indicador de que el urbanita se ha vuelto más ensimismado, sino de que la configuración de una ciudad, en sí misma, invita a tomar cierta distancia con las personas con las que se cohabita porque eso eleva la sensación de libertad a la hora de comportarse. Inquietarse al recibir una visita inesperada tiene que ver, en cierta manera, con la sensación de sentir que tu intimidad puede quedar expuesta.
La idea de barrio en la que se mantiene una relación de cierta confianza y cercanía con sus habitantes, en general, queda lejos de la configuración real de los barrios actuales. Azara, también autor de La ciudad de los días lejanos (Ediciones Asimétricas, 2024), continúa: “Los barrios de las grandes ciudades, en la actualidad, no son más que una agrupación de personas venidas, a veces, de universos muy distintos que cohabitan sin buscarse los unos a los otros. Es decir, no son personas que escogen con qué otras convivir, sino que se encuentran con unos vecinos marcados completamente por el azar”. Cabe destacar que, durante los años del desarrollismo ―las décadas de los sesenta y setenta―, las grandes ciudades españolas recibieron mucha población migrante que sí se agrupó de manera premeditada en determinados barrios con el objetivo de protegerse y crear un ambiente proclive a fomentar la sensación de arraigo, de compartir costumbres. La herencia de ese tipo de comunidades sociales se ve claramente reflejada en las zonas periféricas de Madrid y Barcelona que, aunque en la actualidad se han vuelto barrios más heterogéneos, todavía existe en ellos un pequeño porcentaje de residentes mayores que conservan con sus iguales esos lugares de procedencia comunes o, al menos, su origen migrante.
Más allá de la propia configuración de las grandes ciudades actuales, también hay otro componente importante a la hora de entender el motivo por el que las visitas inesperadas a casa, de producirse, resultan muy extrañas. La tecnología, sin duda, ha hecho que las relaciones sociales cambien radicalmente respecto a tiempos pasados. Las comunicaciones son inmediatas a través del teléfono móvil o el ordenador y no hace falta estar en contacto físico con alguien para mostrar interés por saber cómo se encuentra esa persona. Al hilo de esto, los códigos éticos también han cambiado, por lo que no avisar ―vía mensaje o llamada de teléfono― de que existe la intención de hacer una visita es algo que, para muchas personas, resulta una falta de respeto a su espacio y a su tiempo. Un comportamiento intrusivo.
Un último factor que es interesante señalar es que el ritmo frenético de la vida en la gran ciudad requiere, por necesidad, estar en contacto constante con personas desconocidas. Eso puede empujar a muchos individuos a buscar un espacio de soledad y desconexión dentro de sus propios hogares rodeados de su entorno más íntimo, ese que nunca molesta. Esto ocurre, sobre todo, con aquellos cuyos trabajos implican interacciones sociales constantes con terceros. Pasar una especie de resaca social a diario, en tales casos, es de vital importancia para recargar las capacidades de socialización de cara a afrontar un nuevo día. Por mucho que una visita inesperada esconda una buena intención por parte de quien la realiza, en ocasiones, puede ser percibida por el receptor como una profunda perturbación de su descanso.
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