Juan Mullo: ‘Nuestra música no es triste, es para bailarla’

Juan Mullo: ‘Nuestra música no es triste, es para bailarla’

Juan Mullo ha dedicado la mayor parte de su vida a los estudios etnomusicológicos, siempre desde una mirada antropológica. Uno de los libros claves para entender este mundo es ‘Música Patrimonial del Ecuador’, una publicación de su autoría que salió en el 2009.

Por lo general se asocia a lo patrimonial con lo tangible y lo material. Es raro que se lo haga con lo sonoro, ¿por qué?

Lo sonoro es un bien intangible de la humanidad. Es un nuevo paradigma que está manejando la investigación etnomusicológica. El mundo sonoro es bastante extenso. Dentro de las varias tendencias que existen dentro de la etnomusicología está la que se enfoca en lo patrimonial. Incluso vendría a ser una subespecialidad de esta disciplina porque implica el estudio de todo lo que se escucha, que no solo es música. Por ejemplo está la oralidad y eso no lo encuentras en las bibliotecas como una fuente de consulta. Significa que al ser excluida de estos espacios tiene una gran posibilidad de que desaparezca.

¿Si no se encuentran en las bibliotecas dónde están?

En los archivos sonoros. Estos archivos cumplen un papel fundamental dentro de la oralidad. Ahí está guardado todo un conjunto de conocimientos, de manejo de la cultura, de la naturaleza, de las artes y de una serie de destrezas humanas. En una décima afroesmeraldeña que tiene cuarenta versos está contenida toda una sabiduría que viene de tiempos inmemorables y que es transmitida a las generaciones actuales. El momento en que un decimero o un amorfinero muere desaparecen esos conocimientos y saberes que debían ser protegidos y salvaguardados como bienes patrimoniales.

Cuando se habla de música ecuatoriana enseguida sale el tema del pasillo pero hay géneros como el alza, alza que te han visto de los que se sabe muy poco.

El alza es una identidad sonora del siglo XIX. Fue documentado por Juan Agustín Guerrero y es uno de nuestros bailes más antiguos de salón. Viene hacer una especie de fandango, una fiesta secular con un alto contenido amatorio. Cuando dicen ¡alza, alza que te han visto, que te han visto, visto nada, solo, solo que te han visto la enagua bordada!, es una muestra del diálogo que había entre el hombre y la mujer cuando se enamoraban bailando. Estas manifestaciones del amor y la sexualidad fueron proscritas históricamente por la mentalidad clerical. En la Costa ahora se baila como una contradanza, en la Sierra es un poco más melancólico.

¿No hay música sin baile?

Nuestra música nacional básicamente son una serie de bailes y eso es importante entenderlo. Llega un momento en el que por muchísimas circunstancias históricas se deja de bailar esas músicas. Ya no participamos de esas identidades corporales. Existen ciertos complejos de bailar géneros como el sanjuanito, el albazo, la tonada, el pasacalle, o la chilena. En los años 50 del siglo pasado muchos de ellos pasaron a la escucha radial y ahí se perdió un poco la música viva tocada en la casa con un guitarra, con un arpa o un piano. Las nuevas generaciones debemos asumir esa identidad corporal, no solo cantar esos géneros sino bailarlos. Cuando se baila, la música queda impregnada en el cuerpo para toda la vida. Pasa con todos los géneros excepto con el yaraví, que ese sí no es para bailarlo.

¿Y para qué es entonces?

Al yaraví se lo sufre, pero esto del sufrimiento no solo tiene que ver con este género o con nosotros. El blues norteamericano también es para llorarlo, al igual que la mayor parte de la bossa nova brasileña. A mí me parece que la tristeza de este género es inconmensurable. Nos han acomplejado haciéndonos creer que nuestra música es triste y no es así. Nadie puede decir que una andarele afrodescendiente, un porro o una guaracha porteña, de los que cantaba Fresia Saavedra, o un amorfino manabita es triste. Nuestra música es bastante alegre y está para bailarla. Al perder la capacidad de bailar nos convencimos que somos tristes y no es así, al contrario somos un pueblo muy alegre.

Usted hizo un estudio sobre la música del monasterio del Carmen Alto, ¿cuénteme de esa experiencia?

En los monasterios básicamente la actividad diaria, y esto me parece una de las maravillas del arte colonial, está marcada por la oración cantada, desde las laudes hasta las nocturnas. En mi estudio sobre la música del monasterio del Carmen Alto identifiqué que por lo menos siete momentos importantes del día están dedicados a orar cantando himnos y salves. En el país también se han hecho estudios de otros lugares como la Catedral.

¿Vivimos en un país sin memoria sonora?

No para nada, porque la memoria sonora radica en cada sujeto. Todo lo contrario, en el país la memoria sonora se fortalece de forma permanente gracias a los cultores y a los artistas. También gracias a todos los que han comenzado a valorar su patrimonio sonoro consultando con sus abuelos, hablando con su familia y con su comunidad, para conocerlos.

¿Qué encuentros sonoros han marcado su vida?

Mi primera experiencia investigativa fue en Cotacachi, en la comunidad de Quiroga. Ahí había un sabio músico kichwa que se llamaba Félix Cushcagua. Él era un taita de una humildad absoluta y lleno de un saber milenario; un hombre que manejaba los símbolos solares, los de la tierra, el fuego, el canto y la danza. Él determinó mi comprensión sobre la etnomusicología desde la antropología. También está mi contacto con la cultura montuvia. Entenderla fue gravitante para comprender que una nación se construye de una forma plural. Asimismo, está mi encuentro con Mario Polo, un trovador afrodescendiente del caserío de Santa Ana cercano a Mira. Él, un día me dio una de las más grandes enseñanzas sobre música afro andina y como le conté esta mi experiencia en el monasterio del Carmen Alto.

Trayectoria

Fue coordinador del diplomado superior en Etnomusicología de la Pontificia Universidad Católica. Es el director de la revista ‘Traversari’ de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Es autor de ‘Cantos montoneros y chapulos. Semántica de la canción alfarista’.