Diego Cifuentes: ‘Quito no ha dejado de ser una parroquia’

Diego Cifuentes: ‘Quito no ha dejado de ser una parroquia’

Gabriel Flores. Redactor (O)

Diego Cifuentes es uno de los referentes de la fotografía de autor en el país. Su obra se ha expuesto en galerías de Latinoamérica, Estados Unidos y Europa. En esta charla, que tuvo lugar en una cafetería del norte de Quito, reflexiona sobre su trabajo, su vida y su padre.

Los padres siempre marcan la existencia de los hijos, ¿qué huellas dejó el suyo en su vida?

Tener el padre de los quilates del que tuve no es una bendición sino una maldición. No por mi papá, sino porque es una regla, un axioma. La presión es muy fuerte, terrible e inclemente; máxime si tú decides dedicarte al mismo oficio. Afortunadamente creo que su propuesta es distinta a la mía. En mis primeros años de juventud era el hijo del Hugo (Cifuentes) y eso fue súper duro. En el fondo, lo único que quería era dejar de ser su hijo y ser yo. Además, se considera que mi padre era el único eje de su obra y hay que entender que no era así.

¿Entonces cómo era?

Había dos personas: mi padre y mi madre. Me parece que, injustamente, la obra atribuida a mi padre siempre tuvo solo la autoría de él, cuando debió ser una coautoría compartida con mi madre. Si bien ella no disparaba era la que concebía la imagen; le codeaba y le decía dónde tenía que pararse y de qué forma, era muy crítica con su trabajo. Creo que difícilmente él hubiera podido hacer la obra que hizo sin el concurso de ella.

Lo de su mamá no es una excepción, sino el síntoma de la época.

Mi padre era un hombre de avanzada en muchos aspectos, pero en otros no tanto porque respondía a su época. Él, por ejemplo, nunca limpió el culo de ninguno de sus hijos. Creo que ahora es momento de reconocer esas presencias y de hacerlo públicamente.

¿Le dejó alguna huella en su forma de entender la fotografía?

Él sostenía que la fotografía tenía que ser un proceso puro y virgen, en el que el fotógrafo tenía que ser testigo y yo pienso todo lo contrario. Sostengo que uno tiene que ser el protagonista principal y que la situación es el añadido. Para mí, en la imagen se debe ver que está ahí el fotógrafo, que no está siendo testigo de nada, sino que él está creando una situación, que está haciendo una propuesta literaria; la fotografía es un género literario.

¿Un género literario cercano a la narrativa o la poética?

Un género literario cercano a las dos. Si no hay poesía no existe nada y si no cuentas la historia, tampoco; pero no cuentas la historia que está ahí sino la tuya, la que vas creando. Me jode cuando veo fotografías de autor sin poesía. En América Latina quienes manejan muy bien la poética de autor son las mujeres, ahí está el trabajo de Graciela Iturbide, Mariana Yampolsky o Judy de Bustamante.

¿Para desmarcarse de su padre tuvo que realizar alguna especie de parricidio simbólico?

Todos debemos cometer ese parricidio simbólico. Es un ejercicio sano porque si no, te quedas esclavo de la figura de tu padre. Unos cometen parricidio de maneras incruentas y otros de formas cruentas. Mi proceso fue dolorosísimo. Hubo un momento en que lo odié no como artista, porque siempre le tuve un profundo respeto y admiración, sino como padre.

¿Este ejercicio no le vendría bien al arte ecuatoriano?

Es increíble, pero seguimos enchufados a (Oswaldo) Guayasamín y hace rato que teníamos que haber cometido parricidio, al menos con esa figura porque creo que nos ha hecho más daño que bien. Lo que me parece terrible es ese discurso maniqueo del indigenismo que está acompañado de un pobre entendimiento del problema indígena. Uno de los efectos de esto es que la década de los años noventa no ha sido estudiada.

¿Qué pasaba en los noventa?

En los años noventa Quito era un hervidero. Por semana había dos exposiciones buenas. El mayor protagonista de esa década fue la fotografía; era la que marcaba el paso. No entiendo en qué momento la fotografía en este país se volvió cursi; ahora tiene una cursilería, una cosa empalagosa, fea y turra. En los noventa éramos una potencia mundial en fotografía.

¿Por qué en sus primeros años de fotógrafo la violencia se convirtió en un leitmotiv?

Porque mi vida estaba ligada a la violencia. No conocía otro mundo que no fuera ese, por eso comencé a hablar del tema y no me arrepiento. Ya nada de eso existe porque se robaron el archivo. Ahora me gusta lo que hago y me siento cómodo.

En su juventud fue diagnosticado con el síndrome de Guillain-Barré, ¿hay un antes y después de ese momento en su vida?

Fue lo mejor y lo peor que me ha pasado en la vida. Lo mejor porque si no hubiese tenido ese problema lo más seguro es que no haría lo que estoy haciendo ahora. Posiblemente sería el economista Cifuentes. Y como buen quiteño hubiese sido un alcohólico funcional. Mi enfermedad me hizo ver la vida de otra manera.

¿Influyó en su fotografía?

Claro, en la primera etapa, una muy dura, mi fotografía era casi un escupitajo; una novia me dijo que era como un escupitajo elegante que no te ofende. Por esos años, tenía la sensación de que el mundo no era capaz de entender el dolor que había tenido que vivir y pensaba que de alguna forma tenía que hacerle sentir ese dolor. Nuestra sociedad es epidérmica. En un momento de mi vida dije que en Quito uno no vive, sino que se recicla y aún lo creo; sin embargo, me gusta la gente del pueblo popular.

¿Por qué le gusta la gente del pueblo popular?

Porque son personas auténticas, son lo que son y punto. El gamín es gamín y ahí no hay imposturas. La clase media está llena de imposturas. En el pueblo popular me siento muy a gusto; es tal vez lo único rescatable y verdadero que tiene este país. Quito no ha dejado de ser una parroquia. Tenemos una forma de concebir la vida bien parroquiana. Nos tomamos todo a pecho y nos ofendemos por todo.

Trayectoria

Tiene estudios en Sociología y Ciencias Políticas por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. En 1999, Time Magazine lo nombró como uno de los 50 Líderes Latinoamericanos del Nuevo Milenio. Fue editor del libro ‘Hugo Cifuentes Navarro’.