La victoria del hombre vertical

El estratosférico triunfo de Luis Enrique el sábado ha sido un largo proceso, cocinado a fuego lento, como sus equipos, propensos a funcionar mejor en el segundo tramo de la temporada, cuando los átomos de su propuesta —y su volcánica manera de desplegarla— se estabilizan. Fue Joan Laporta, presidente de entrenadores, quien le reclutó para el Barça B, donde enseguida mostró de lo que era capaz. Tanto, que sin haber entrenado a un equipo en la máxima categoría, recibió una llamada de Franco Baldini, entonces director deportivo de la Roma, para alistarle en un proyecto —“il progetto”, se cachondeaban los romanistas— que evitase la descomposición de un equipo con unas estrellas en clara decadencia.
Luis Enrique fue durante su estancia en Roma el Hombre vertical. Le llamaban así por su resistencia a la fuerza de la gravedad y al peso de la lógica deportiva. Al compadreo, a las concesiones en las alineaciones, al politiqueo con el palco. También a cualquier elemento que quisiese doblegarle. Y fueron muchos.
Nadie hasta el sábado por la noche había conseguido nunca descifrar a Luis Enrique, justo cuando ha logrado por primera vez hacer exactamente lo que quería con un equipo. No fue así en el Barça, donde tuvo que adaptarse a sus estrellas, que le desafiaron. Ni en la Selección, donde la Federación no tuvo ni la paciencia ni el coraje para defenderle y aguantar las presiones contra su entrenador, que decidió no convocar a determinados jugadores para comenzar una renovación del equipo cuyos frutos, en gran medida, recogieron sus sucesores. Que si el pantalón rojo, que si Nacho, que si el streaming... Tampoco en Italia. Ni a él ni a su juego, que terminó marcando un cambio de estilo histórico en el calcio.
Luis Enrique perdió con la Roma el primer partido oficial contra el Slovan Bratislava en la Europa League. Y en la vuelta, justo cuando necesitaba un gol y una buena dosis de magia, mandó a la caseta a Totti, todavía un ídolo supremo con más poder que el presidente. Fue un aviso de lo que haría un año después en Anoeta con Messi. De lo que haría con todas las estrellas que no quisieran ponerse al servicio de la idea. “El año que viene seremos más fuertes sin Mbappé”, dijo en el PSG cuando el delantero fichó por el Real Madrid. En el club, confesaban la semana pasada en las oficinas de Boulogne Billancourt, arquearon las cejas y callaron resignados. “Tengo claro que seremos mejores porque el hecho de tener a un jugador que se mueve por donde quiere (Mbappé) implica situaciones de juego que yo no controlo. El año que viene las voy a controlar todas, todas... sin excepción”. Con esta frase terminaba su profético documental, "No tenéis ni **** idea". Así culmina también su gran obra maestra.
Algunas personas tienen dificultades para expresar sus sentimientos, incluso para ocultar su mal carácter. Son cerrados y desconfiados con los desconocidos, no regalan los oídos a nadie. Esos individuos suelen tener una idea muy rígida de la lealtad, no perdonan traiciones de la gente en quien confiaron y suelen expresar el amor estrictamente con sus actos. Feo, fuerte y formal, como cantaba Loquillo, no están aquí para hacer amigos.
Cuando Luis Enrique se marchó de la Roma tras su primera temporada, pese a todas las dificultades que encontró, lo hizo con la convicción de que había hecho lo mejor para el equipo, para el club y para los jugadores. Los resultados no le acompañaron. Pero como dijo Messi una vez, señalándole como el mejor entrenador que había tenido junto a Guardiola, Totti o De Rossi solo tuvieron palabras de elogio cuando se despidió. Luis Enrique no volvió a hablar de aquel periodo. Un fracaso, podría pensarse, en la gran oportunidad que había tenido. Dos años después, cuando ganó la Champions con el Barça y contra la Juventus, se la dedicó a todos los tifosi romanistas. No les había olvidado. Podían contar con él.
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