2024: el año en que perdí una elección y me robaron otra
A estas alturas creo que lo más honesto es no adornar las cosas: 2024 ha sido un año jodido. Y para no aburrirlos con cuitas personales voy al grano directamente. El 28 de julio, mis compatriotas le dieron un varapalo al dictador Nicolás Maduro en las elecciones presidenciales. Cientos de miles de migrantes que no podíamos votar, los apoyábamos como podíamos. Aquel día, más de siete millones votaron por Edmundo González Urrutia. Sin embargo, como en el cuento de Augusto Monterroso, cuando despertamos el dinosaurio todavía estaba allí. Tras robarse la elección, Maduro ha demostrado que quiere quedarse en el poder a como dé lugar, en especial por las malas, mediante métodos antidemocráticos y violentos.
La prolongada pesadilla de julio tuvo su réplica más dura el 5 de noviembre en mi país de adopción, Estados Unidos. Después de años de una campaña basada en exabruptos, algunas verdades y demasiadas mentiras, Donald Trump logró imponerse en las urnas frente a Kamala Harris, una candidata sin carisma ni personalidad. Quienes temían que Trump use el poder en su segunda presidencia para vengarse de aquellos que buscaron que pagara por sus delitos confirmaron sus sospechas la semana pasada cuando Elon Musk, el alfil principal de Trump, trató en vano de cerrar el Gobierno para empantanar las semanas finales de Joe Biden. Cualquier duda que todavía puedan albergar será disipada el mismo 20 de enero, cuando Trump indulte a los insurrectos que el 6 de enero de 2021 intentaron impedir que el Congreso certificara el triunfo de Biden.
Pero la venganza de Trump no es lo de más. A lo que hay que temer es al profundo daño que puede causar a la democracia en su país —y el pésimo ejemplo que dará al resto del mundo. En cierta medida, ese daño quedó asegurado cuando, en una extraña transacción que tiene partes iguales de ceguera política y pacto fáustico, los estadounidenses entregaron a Trump no solo la presidencia, sino ambas cámaras del Congreso. Trump cuenta además con una mayoría ideológica en la Corte Suprema de Justicia. Desde Lyndon B. Johnson, hace más de medio siglo, ningún presidente había tenido una alineación tan favorable para hacer realidad su agenda.
Mientras veo gestarse ante mis ojos una auténtica contrarreforma —moral, racial y de género— en Estados Unidos, me pregunto qué puede hacerse aquí para detener su avance del culto MAGA y para evitar que el chavismo siga chupando la sangre de los venezolanos. Lo único que me viene a la mente es resistir desde adentro y seguir presionando desde afuera.
Estados Unidos tiene una reserva ética importante en los cuadros profesionales del Gobierno —el Deep State tan denostado por los conspiranoicos—, y un Partido Demócrata que pronto tendrá que dejar de lamerse las heridas de la derrota electoral para dar la lucha de los próximos cuatro años. No hay que dejar de lado a una ciudadanía que, en las horas difíciles, ha estado dispuesta a luchar contra los despropósitos de sus gobernantes.
En Venezuela, resistir es mucho más complicado que en Estados Unidos porque se pone en juego la vida. Pero los venezolanos deben estar prestos al llamado de sus líderes cuando haya que romper el apaciguamiento y volver a protestar en las calles. La retaguardia de la resistencia en Venezuela son los militares. Fueron ellos quienes, actuando como un segundo frente, ayudaron a que la oposición obtuviera las actas de escrutinio que permitieron probar el fraude. En las próximas semanas o meses, deberían ponerse del lado de la voluntad popular para validar la victoria opositora de julio.
En Estados Unidos y en Venezuela, estos frentes deberían ser los bastiones que frenarán el avance de Trump e impedirán a Maduro normalizar una tiranía totalitaria. En ambos casos, apelo a la conciencia, la decencia y el sentido común, que como dice un certero cliché, es el menos común de los sentidos. Hablo de desobediencia ciudadana.
Me paseo por estas cosas con profundo vértigo y me vienen a la mente viejos intercambios por email con Noam Chomsky. Cuando mi pesimismo sobre el mundo se volvía demasiado espeso, Noam me decía que confiara más en la capacidad de la gente para organizarse. Alguna vez invocó la famosa cita de Margaret Mead: “Nunca dudes de que un pequeño grupo de personas reflexivas y comprometidas puede cambiar el mundo”. O parafraseaba de algún modo a Antonio Gramsci por aquello del pesimismo del intelecto y el optimismo de la voluntad. Y con un sentido del humor que no desplegaba en público me recordaba que los cátaros creían que el mundo pasaba por ciclos de bien y ciclos de mal, como queriendo decir que no hay mal que dure 100 años.
Este es a todas luces un ciclo donde el mal impera: un mundo gobernado por titanes narcisos y bullies de oficio. Leo noticias en busca de esperanzas. Es difícil encontrarlas. Mis niveles de cortisol, la hormona del estrés, se disparan al cielo.
Pero entonces un mensaje por WhatsApp, la llamada de un amigo, me traen a la realidad: allá afuera es Navidad. Por unos días, la gente intenta olvidar las atrocidades de las guerras y la tiranía, el hambre, los delirios de los megalómanos y mesiánicos de izquierda y derecha, las catástrofes naturales, colectivas y personales e incluso íntimas.
Unos matan la ansiedad de la temporada festiva comprando regalos en tiendas desbordadas, otros viajan para borrar el mundo de todos los días, unos más leen, escuchan música, cocinan y comen entre tragos, gritos y pitos. Algunos buscan entrar en comunión con sus seres queridos, los que están y los que partieron.
El 2025 ya está a la vuelta de la esquina. Literalmente. Llegará preñado de buenos deseos con sus previsibles dietas y listas de resoluciones Pero es hora de dejar a este tremebundo 2024 dar su último suspiro antes de pasar a la historia. En esta casa también es navidad. Tiempo de celebrar lo que es común y bueno. Felices fiestas para todos y que vengan tiempos mejores.
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