Lamine Yamal, supongo

Lamine Yamal, supongo

Le preguntaron a Lamine Yamal por sus pases milimétricos con el exterior del pie y contestó que bastaba con pulsar L2 en el mando de la videoconsola, lo que convertiría su descarado talento en una cuestión puramente mecánica, el fútbol en un juego de niños y la vida en un calendario que se va arrancando a sí mismo las hojas. Todo sucede a velocidad de vértigo cuando el epicentro de la acción discurre entre los pies y la cabeza de este muchacho con cara de adolescente y actitud aventurera, un ejemplo casi abusivo de que la juventud sigue siendo aquel divino tesoro al que Rubén Darío dedicó uno de sus poemas más celebrados.

Regresó Yamal de los infiernos de la enfermería y devolvió al Barça de Flick todas las virtudes que durante el último mes de competición liguera parecieron olvidadas. Así es el fútbol, deporte de equipo por antonomasia, un hábitat de equilibrios frágiles en los que la desaparición de un pequeño insecto provoca la ausencia de lluvias. La modernidad porta consigo herramientas brutales para el análisis de cada partido y una obsesión desmedida por explicar los aspectos más sencillos del juego con una grandilocuencia que casi nunca suele casar con la lógica aplastante que acompaña a los genios. Y así, en medio de la estadística avanzada, los algoritmos, los mapas de calor y algo de poesía emerge un chico de 17 años para enseñarnos una nueva ley del fútbol que se parece a las viejas: este Barça es mejor equipo con Lamine Yamal sobre el terreno de juego que sin él, como lo fue en su día con Kubala, con Cruyff, con Ronaldinho, con Messi.

Los resultados son evidentes, también sus aportaciones estéticas a un deporte que se alimenta de frutos extraños, no todo va a ser proteína. El físico sigue teniendo su importancia en la cúspide del alto rendimiento. También la táctica, pero a nadie se le van los ojos hacia el discurso deportivo de un muchacho que corre como un avestruz, por muy exuberante que nos parezcan sus zancos y hasta el plumaje. O de quien tira del trineo sin moverse un centímetro del rumbo trazado por su entrenador. Valoramos el esfuerzo y la rectitud de muchos futbolistas porque el mundo no va sobrado de virtudes, pero son la ingravidez y los impulsos creativos de tipos como Lamine lo que nos conecta con la raíz misma del juego, con esa necesidad casi infantil de sentirnos asombrados, de comprender la magia sin necesidad de conocer el truco, del divertimento simple de los dibujos animados.

Llegarán los tiempos crudos también para él, que ahora mismo nos parece del todo inmune al desencanto de los tropiezos más mundanos. Lo vemos trazar parábolas con la parte dura del apoyo y nos parece Jesucristo hablando del buen pastor, del trigo y la cizaña, del grano de mostaza y hasta del hijo pródigo. Nos recreamos en sus recortes de Prêt-à-porter y abrazamos la idolatría sin pestañear. Porque pestañeando corres el riesgo de perderte el siguiente prodigio y porque la lágrima que inunda el ojo humano cuando permanece demasiado tiempo en alerta es la misma que brota de la emoción al descubrir lo improbable.

“Basta con pulsar L2, supongo”, esa fue, exactamente, su respuesta. Y es en ese suponer intrascendente donde reside una parte del secreto. A ciertas edades no está uno para certezas ni verdades absolutas, pero suponiendo también se puede llegar a destino. El de Lamine Yamal, como siga por este camino, nos obligará, más temprano que tarde, a dibujar nuevos mapas.