Rodrigo Pacheco: 'El ego es como la sal en la comida, debe estar medido'
La pandemia sacó un tiempo de la cocina al chef Rodrigo Pacheco. En este año sentó las bases de lo que pretende convertirse en el ‘bosque comestible más grande del mundo’, un proyecto de 800 hectáreas iniciales en Puerto Cayo (Manabí), donde se ubica su hotel y su restaurante.
La ‘biorregión’ prevé aglutinar voluntades en torno a la preservación, la reforestación de manglar, nociones de bioeconomía y “redibujar” el bosque seco y de guadua. “Un restaurante restaura comensales, la visión es la de un proyecto que restaure también paisajes, como hemos hecho en nuestra reserva de 60 hectáreas”, dice.
¿Cómo imagina los platos que se servían en las cerámicas primorosas de la cultura Valdivia?
Me vengo haciendo esta pregunta hace 10 años. Tengo mi propia colección de 1 700 piezas de arte precolombino, de las culturas de la Costa, que registré como custodio oficial. La idea es convertirla en un gastromuseo con la historia de 12 mil años de nuestra cocina. Entiendo muy bien este enigma que significa mirar un mortero y preguntarse: ¿qué ponían ahí?
¿Estos antiguos pobladores cocinaban algún tipo de cebiche?
Como no había cítricos, el pescado se cocinaba con sal y ají fermentado en una forma temprana de cebiche de la cultura la Bahía, hasta 500 años antes de Cristo. Te haces una idea con la información antropológica y arqueológica, sobre todo cuando trabajas con la comida de la naturaleza, no con lo que viene de un proveedor. Cuando exploras los ecosistemas y trabajas con frutos silvestres como el higuerón, el nigüito, el tutumbe, los cactus del bosque seco tropical, las suculentas, pitahayas o las ostras…
¿Las ‘cosas que no te da el proveedor’ marcan el sello de su restaurante, BocaValdivia?
BocaValdivia es la representación de ese trashumar, de esa cosmovisión y relación con el entorno. Obviamente que miles de años después no somos cazadores, no servimos carnes exóticas, somos pescadores, recolectores, agricultores y tenemos, en cierta medida, animales de crianza.
La cocina ha sido abordada como medio artístico y científico. ¿Pero es muy pretencioso querer hacer filosofía de la gastronomía?
Al contrario, la gastronomía responde tanto a conceptos filosóficos como a dogmas de vida, que se han perpetuado en el tiempo. A la cocina no hay que cortarle las alas, hay que darle la oportunidad de que se exprese libremente. Y debe responder a unos rasgos culturales. Cocinar es una manifestación del alma humana.
¿Hasta dónde el ego del cocinero es un atributo o un lastre?
El problema es controlar el ego y que no te controle a ti. Aplica a todos. En su dosis justa es una herramienta motivacional, inclusive se puede transformar en un pilar de la disciplina y te ayuda a mantener un nivel competitivo. Hasta ahí está bien. Pero cuando empieza a desbordarse, el peligro es que uno se crea que tiene la última verdad. Es como la sal que usted le pone a la comida, tiene que haber un poco de sal, una coquetería con la vida, pero a un nivel muy medido. Si se desborda esa confianza se transforma en arrogancia.
¿El ego clásico del chef?
Es algo con lo que no comulgo. El hablar mal de los colegas se ha hecho moda. Ecuador debería ser primer mundo en gastronomía, no lo somos en gran medida por esta sobredosis de ego del cocinero. El poema Desiderata, de Max Ehrmann, en uno de sus versos dice que si te comparas con los demás te volverás vano y amargado, porque siempre habrá personas más grandes y más pequeñas que tú.
¿Qué le hace falta a la gastronomía ecuatoriana?
Reconocer rasgos que nos hacen únicos y competitivos en el mundo.
¿El Ecuador debería tener una receta o un platillo bandera?
¿Cuál es la receta o el producto que representa al Ecuador? Hay países que solo tienen uno o dos. La respuesta para nosotros es la biodiversidad, esa es la firma y la receta de éxito para que la cocina ecuatoriana se posicione en el mundo. Solo en arbolitos de origen podríamos estar toda la tarde enumerándolos, de la tagua al cacao, pero también el camote, la guaba machete, la guaba bejuco, el mamey colorado, el zapotillo, el zapote, el guanábano, la fruta de pan, el tomate de árbol, el pechiche, el caimito...
¿Lo más raro que ha cocinado?
Hemos trabajado con insectos. Y con productos del mar como la medusa, que contiene un 40% de proteína y es una fuente de alimento en muchos países. En la pesca artesanal, a veces no sale nada, pero sí capturas medusas. Hicimos una ensalada de medusa cocinada al vapor con una vinagreta con aceite de maní y con maní tostado picado encima, se comía con dos palitos de bambú y a los comensales les encantó. Hay que aprovechar nuevos recursos alimentarios en un mundo donde hay casi mil millones de personas con hambre.
¿La mayor lección de un mar tan bravo como el de Puerto Cayo?
Pescamos en kayak. Se hace una calada con una red de 250 metros (que se dispone en el mar con forma de ‘u’ invertida). Me he enredado en la red, nos han picado mantarrayas, a veces te quedas a la deriva, sin el kayak, y te toca salir nadando. Ahí aprendimos a no jerarquizar con los pescados. El mejor pescado es el más fresco, el que sacamos nosotros, no importa que se llame pámpano fino, carita, villunya, chancho, burro, gallo, lora, lisa, corvineta. En 10 años de carrera en la Costa nunca servimos un producto en vías de extinción, como el atún.
¿El atún está en peligro?
El atún rojo está hace años en peligro de extinción, lo conocíamos y lo ha puesto ahora en el tapete el documental ‘Seaspiracy’ (Netflix). Y es una situación de pérdida de población acelerada que vive el atún en general. La pesca industrial causa un desbalance profundo en el mar. En BocaValdivia no promovemos el consumo de productos que generen un impacto negativo en la naturaleza.
TRAYECTORIA
Quiteño. Fundador del Hotel Las Tanusas, en Puerto Cayo (Manabí) y chef ejecutivo de su restaurante, BocaValdivia. Es embajador de Buena Voluntad de la FAO. Cobró notoriedad como semifinalista del reality de cocina internacional ‘The Final Table’ (2018).
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